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¿Ofendido? ¿Por qué?


Dice el antiguo refrán que “no ofende quien quiere sino quien puede”, pero son pocos los que lo conocen, y menos los que tienen la capacidad de aplicárselo.

La ofensa y el respeto son antónimos, y por tanto, están ligados el uno al otro: una falta de respeto es una ofensa, y no ofender es respetar. Sin embargo, no siempre que nos sentimos ofendidos es porque nos han ofendido; por tanto, no siempre que nos sentimos ofendidos es porque nos han faltado al respeto. Puedo rememorar ocasiones en las que alguien se sentió ofendido cuando en absoluto le falté al respeto. ¿Un ejemplo? Llamad mentirosa a una persona que lo es, incluso hacedlo cuando podáis probarlo con hechos; se sentirá ofendidísima, pero, ¿le habréis faltado al respeto? En absoluto. Otra cosa es el tono usado, y los gestos empleados –está claro. Pero, incluso dicho con la mayor de las elegancias y toda la educación, esa persona se sentirá irremisiblemente ofendida cuando se la llame mentirosa. Pero este ejemplo puede ser muy matizable, y por ello, tal vez no sea el que mejor sirva al propósito.

La sociedad dicta sus normas acerca de lo que es una ofensa y lo que no lo es. Así, referirse a una persona de raza negra apelando a su color de piel, es una ofensa –siempre y cuando lo haga una persona de raza blanca. Si “negro” se lo llama uno de raza negra a otro de raza negra no es ofensivo –y menos si se lo llama uno de raza negra a uno de raza blanca. (Véanse los cantantes de música hip hop en sus letras). Algo similar ocurre con la profesión de la prostituta.

En realidad hay un error de planteamiento. Volvamos al refranero. Lo que nos enseña la sabiduría popular es que lo que convierte una palabra (negro), o incluso un insulto (puta), en una ofensa es sólo y solamente una cosa: la intención con la que se diga.

Pero el problema es que la gran mayoría de las personas son muy buenas en comprender las palabras pero muy malas en captar las intenciones. En cuántas situaciones no me he visto yo en las que he “ofendido” a alguien sin, por el contrario, faltarle al respeto en absoluto. Frases del tipo “No estás a la altura para desempeñar esa función”, o “No tienes los conocimientos necesarios”, o “No estás preparado para eso”, me han servido el calificativo de irrespetuoso; Otro dicho español, menos recordado, es el que dice: “las verdades ofenden”. ¿Cierto? Yo creo que recordarle a alguien que es un profano, un desconocedor de la materia, un ignorante al respecto, no debería ofender; tal vez, sólo tal vez, sería justificable que hiriese un poco el amor propio; pero en ningún caso debería ofender.

Si yo estuviese hablando con un experto en bioquímica acerca de un asunto que me interesa de forma personal, no se me ocurriría hablarle con prepotencia; pero incluso si, por cuestiones de mi carácter innato que tiende a la arrogancia así lo hiciere, y en ese caso el experto me lo hiciera notar, ¿qué sentido tendría que me sintiese ofendido? En mi lengua materna se dice “ciuccio e presuntuoso”.

Pero recapitulando, el origen del problema no es la falta de respeto sino la falta de criterio. En mi opinión, en todas las esferas de las relaciones humanas se producen situaciones en las que alguien se siente ofendido sin que el “ofensor” le haya faltado al respeto en absoluto; en la televisión lo vemos a diario: en la vida pública, en la vida política...

Y aquí, a modo de conclusión, lo que se me antoja como una paradoja: hay ocasiones en las que el ofensor pretende ofender, tiene toda la intención de hacerlo, pero lo hace con tal sutiliza, con tanta destreza, tal vez manejando el arte de la sátira o el de la ironía, que el destinatario no se siente, en absoluto, ofendido. En ese caso, pregunto, ¿se le estaría faltando al respeto?


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