"Contraentropía", mi postura frente al pesimismo y a las teorías conspirativas
En mi opinión, todas las teorías conspirativas pertenecen al mundo de la mitología y las fábulas, una nueva forma de superstición y superchería, o magia del siglo XXI. Son necesarias del mismo modo que lo fueron las divinidades y sus mitos, o las fábulas y sus moralejas. Esta opinión la fundamento sobre la noción de la contraentropía, un concepto que me sirve para explicar con una sola palabra el efecto del ser humano en su entorno y a lo largo de su existencia. En pocas palabras, pues, la contraentropía describe la lucha del ser humano frente al mundo y, en este sentido, es el progreso abriéndose paso en un entorno que para el ser humano resulta hostil, injusto, duro… en una palabra, caótico. Frente a la tendencia al caos del universo y todo lo que lo compone, el ser humano viene a poner justicia, bienestar, equilibrio… en una palabra, orden. Para explicarlo usando una metáfora, si bien es cierto que cuando un jarrón se cae se hace añicos, y que la gravedad está luchando constantemente por tirárnoslo al suelo, también lo es que el ser humano tiende a realizar jarrones de materiales cada vez más resistentes —hasta conseguir hacerlos irrompibles— y que, además, también se encarga de recoger los pedacitos para recomponerlo. Esta es, figurativamente, la lucha de lo natural contra lo artificial, lo cósmico contra lo humano… el caos contra el orden.
Por extensión, entonces, se comprenderá que la contraentropía es el motivo que me mueve a ser optimista con respecto al futuro —y al presente. Siempre he pensado que todo aquel que piensa que los tiempos pasados fueron mejores es porque no ha estudiado historia, y creo firmemente que el ser humano no ha vivido mejores tiempos que los presentes. Lógicamente, no obstante, si se compara a los cientos de millones de personas que viven en condiciones deplorables o infrahumanas o injustas de hoy en día con un conde francés del siglo XVI, podría uno llevarse al engaño de que los tiempos pasados fueron mejores. Pero, como he dicho, se trata de un engaño: lo cierto es que el progreso del ser humano es una cuestión de magnitud humana y no individual. El conde francés del siglo XVI, con todas sus riquezas y privilegios, disfrutaba de menos bienestar del que se benefician, gracias al progreso, la gran mayoría de las personas del mundo occidental; además, por cada noble europeo bien alimentado, había 10 000 personas pasando hambre, lo que significa que el 80% de la población de Europa vivía en extrema pobreza. Hoy en día, la pobreza en Europa se ha reducido por debajo del 10%. Además, al hambre y a la pobreza había que añadirle las guerras. Durante toda su historia, las grandes potencias del mundo han estado en guerra entre sí, trayendo devastación, hambrunas, escasez y mortandad. Hoy en día, el 98% de la población viva occidental no ha vivido ni sabe lo que es una guerra en territorio propio y entre grandes potencias. Las guerras son algo que ocurren fuera, lejos y con cada vez menores daños colaterales. En el pasado, todos los países del mundo vivían en un estado no democrático; hoy en día, dos terceras partes del mundo viven en democracia. Si en la Edad Media, en Europa, 50 de cada 100 mil personas morían de media, víctimas de un asesinato cada año, hoy en día, en el mundo occidental esa tasa está por debajo de 0,5%. En el pasado, cerca del 3% de la población moría por accidentes y catástrofes naturales, cada año; hoy en día, las condiciones atmosféricas y geológicas matan a menos del 0,3% de la población cada año. ¿Y qué decir del trabajo? Hasta hace cien años, la probabilidad de morir en un accidente laboral era superior al 70%; hoy es escasa. Hace cien años, las horas laborables superaban las 60 horas semanales; hoy rondan las 40 horas. Las labores dedicadas al hogar han bajado de más de 60, hace apenas unas décadas, a menos de 15 en la actualidad y, sin embargo, la higiene en el hogar es muy superior, así como la pulcritud de los armarios y de las personas, todo lo cual reduce las posibilidades de infecciones, enfermedades contagiosas e intoxicaciones. Pero si estas cifras no satisfacen a los más pesimistas porque aluden a tiempos en los que el ser humano vivía en un estado de perfecta simbiosis con la naturaleza, paz y armonía con los demás animales y se servía comida de un vergel paradisíaco que le brindaba gratuitamente el alimento que necesitaba, entonces, les diría que revisasen sus conocimientos de prehistoria. Más aún, durante más de 100 mil años, la existencia del ser humano tenía una esperanza de vida de 35 años de edad; a partir del siglo XIX, con la llegada de la Ilustración y el progreso, subió hasta los 50 años; y hoy en día, en África ha alcanzado los 60 años de edad, y en Europa, la esperanza de vida es de 80 años de edad. La mortalidad infantil ha sido siempre un gran trastorno para el ser humano, y en los países más ricos del mundo, el 35% de los niños no llegaba a cumplir los 5 años; hoy en día, en todo el mundo, la mortandad infantil se ha reducido por debajo del 20%, y en Europa está por debajo del 5%. (Los datos están en Internet). Y en cuanto a las mejoras no mensurables, como la libertad, la igualdad, o la comprensión de la condición humana, de todas me quedo con una: el aprecio por la vida animal nunca ha sido tan elevado como en nuestros tiempos. Por tanto, se mire por donde se quiera, el ser humano nunca ha estado mejor en toda su historia de como lo está ahora; y se lo debe a la contraentropía: la intrépida lucha por el conocimiento que aporta orden, justicia y paz en un entorno caótico, injusto y hostil.
A este modo de pensar lo llamo optimismo ilustrado. Se trata de un positivismo realista que pone el énfasis en la fe en la especie humana en lugar de creer en aquello de que el hombre es un lobo para el hombre —lo cual, dicho sea de paso, siempre me ha parecido una frase muy ofensiva para los lobos. Pues bien, en mi opinión, las teorías conspirativas son el producto mental, casi ideológico, de todas aquellas personas que prefieren creer en esa naturaleza dañina del ser humano. Solo cuando se comprende realmente el concepto de contraentropía se entiende que cualquier teoría conspirativa es un quimera.
Ahora bien, he de admitir que yo también creí. Yo fui uno de ellos, hasta que le oí a Chomsky decir, respecto a las teorías conspirativas del 11S, que no podía haber ningún poder en el mundo —ni el estadounidense— que fuese tan grande como para poder controlar un asunto de tal magnitud sin que se le acabase por escurrir de entre los dedos, y eso me llevó a pensar en ello de otro modo. Pero yo era un creyente de las teorías conspirativas: la academia queriendo silenciar los hallazgos de extraterrestres en la arqueología; un poder oculto controlando los medios de producción; los medios de comunicación controlados para ofrecernos una imagen del mundo que interese a las grandes potencias; los gobiernos desfavoreciendo la educación para acrecentar la ignorancia y controlar a las masas… todo eran teorías conspirativas para mí.
El problema con este tipo de planteamientos es que se ramifican como un entramado neuronal por todas las esferas del conocimiento: no es una mitología ni son las fábulas del pueblo inculto; no es la superstición y superchería de los ignorantes; no la magia de los idiotas… estos planteamientos se dan entre los sectores académicos e ilustrados, y desde ahí descienden al vulgo menos educado, del mismo modo que durante 1 500 años las mentes más privilegiadas de Europa se volcaron en los estudios de teología y creían en una resurrección de Jesucristo. Y he aquí la paradoja: nada tienen que ver los conocimientos ilustrados de una persona para aceptar, creer o incluso desarrollar convicciones conspirativas. ¿Por qué no? Porque son muy lógicas y altamente intuitivas. Cualquier persona puede convencerse rápidamente de cualquiera de ellas ya que habrá datos que las avalen. Y he ahí el quid de la cuestión: los datos. El oxígeno de estas teorías es precisamente la información —o, mejor dicho, la desinformación— reinante. Los datos pueden ser manipulados, usados a conveniencia, y eso cualquier buen estadista y todo analista lo sabe bien. Pero la falta de datos es un arma aún mejor. Por otra parte, está el sempiterno fenómeno del sensacionalismo. Nada vende mejor que una teoría conspirativa. Además, los documentales que sostienen dichas tesis usan un lenguaje mucho más asequible para el gran público que los puramente científicos, propiciando así su difusión. Por último, está el fenómeno del parloteo: del mismo modo que cualquiera puede tener una conversación sobre fútbol y que pocas cosas hay que amenicen una charla más que eso, las teorías conspirativas brindan la posibilidad de discutir de un modo que aparenta ser académico, pero con mucha facilidad. Y eso es un placer al que pocos se pueden resistir.
¿Qué pruebas tengo yo para afirmar que ninguna teoría conspirativa es cierta? ¿Cómo puedo convencer a sus defensores de que no hay ningún poder oculto queriendo controlar a las masas para consolidar y proteger su estatus y privilegios?, ¿de que no hay tal cosa como los Illuminati?, ¿o que la telebasura la producimos nosotros mismos porque la preferimos en masa y no es una imposición de los gobiernos que nos quieren manipular? ¿Qué pruebas tengo yo, decía, de todo ello? Una sola, pero muy compleja: la contraentropía. La evidencia de que, al menos desde la Ilustración, hemos luchado por mejorar nuestra sociedad, hemos trabajado para situarnos en cotas elevadas, impensables siglos atrás, de igualdad, fraternidad y libertad, y que lo hemos hecho entre todos y para todos. Por supuesto, el camino por alcanzar esas metas es aun muy largo y que estamos muy lejos de alcanzarlas a nivel global, pero creo firmemente que estamos en el camino correcto. Creo firmemente en la contraentropía.