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El vendedor de aire


Al abrirse la puerta del enorme despacho áureo, el Gran Cónsul de Mestovia tuvo que entrecerrar los ojos para no ser deslumbrado por la luminosidad intensa que penetró la sala al entrar el extraño señor. La secretaria lo había anunciado con un tono inusual, poco propio de ella e incluso algo libidinoso.

—Señor cónsul, mi señor —entró diciendo el desconocido, alto, esbelto, vestido de blanco inmaculado y con un color de ojos que a la secretaria le pareció que rivalizaba con el mismísimo azul ártico—, muchas gracias por recibirme.

—Está bien —le dijo el Gran Cónsul a su secretaria, haciendo un ademán con la mano que denotaba el hastío que le producía toda la escena: un hombre engreído avanzando a paso firme tras la embobada mirada de su secretaria que se apretaba las manos junto al pecho—. Puedes dejarnos.

—Sé que es usted un hombre muy ocupado —empezó diciendo, el misterioso personaje—, por lo que no le voy a robar mucho tiempo. Me permitirá usted ir directo al grano.

—Por favor.

—Vengo a proponerle un negocio que no va a poder rechazar.

—Usted dirá.

—Le vendo el aire del condado.

—¿Cómo dice?

El cónsul se incorporó en su sillón pensando que no había prestado la atención necesaria y que necesitaba volver a escuchar la propuesta.

—Lo ha oído bien, señor. Vengo a venderle el aire.

Apunto estuvo el cónsul de apretar el botón que mandaría a la visita directamente al lugar donde merecía estar, cuando el hombre de blanco arrancó a hablar con un discurso tan fluido y grácil que hizo imposible no prestarle atención a pesar de la complejidad de los argumentos.

—Veamos, su condado tiene una extensión de dos millones de metros cuadrados aproximadamente, de hecho, son 2,457,837.23 metros cuadrados exactos, según las últimas mediciones del agrimensor del estado. Bien, la atmósfera tiene un espesor de aproximadamente diez mil metros en esta latitud, por lo que el aire respirable del condado alcanza los siete mil quinientos metros de altura. Ello nos da un volumen de 18,433,779,225 metros cúbicos de aire, lo que corresponde a 18 billones y medio de litros, aproximadamente. ¿No es cierto?

—No entiendo adónde quiere ir a parar.

—Le propongo lo siguiente. Yo le vendo el aire a un precio de 0,001 sólidos el metro cúbico al mes. Estaríamos hablando, por tanto, de 18,433,779 sólidos con 225 centavos mensuales. Ahora bien, teniendo en cuenta que un ser humano adulto medio respira una cantidad aproximada de ocho mil litros de aire al día, y 240,000 litros al mes, usted podrá cobrar un impuesto a sus ciudadanos sobre esta cantidad y así recuperar el dinero que me paga a mí y, de paso, lucrarse un poco también.

—¿Está usted completamente loco o me está tomando el pelo?

—En absoluto, señor. Hablo muy en serio.

El cónsul, que boquiabierto y patidifuso no podía salir de su asombro, lanzó una repentina y contenida carcajada.

—A ver si lo entiendo —dijo, pasándose la mano por la cara para palparse y asegurarse de que lo que estaba escuchando y viendo no era una mala pasada de su mente cansada por el exceso de trabajo—, ¿me está proponiendo un negocio sobre el aire?

—Sí, precisamente.

—¿Viene a venderme humo, así, con todo el descaro?

—Oh, no, señor. De vender humo se encargan las tabacaleras. Yo quiero venderle el aire sano que respiramos gracias al mantenimiento del ecosistema.

—Me quiere vender el aire por dieciocho millones de sólidos al mes.

—18 millones, 433 mil, setecientos setenta y nueve sólidos con doscientos veinticinco centavos. Sí.

—Y dígame una cosa, ¿por qué iba yo a querer comprarle a usted el aire, cuando el aire es de todos, está ahí para tomarse libremente y no puede ser controlado ni, por tanto, prohibido por nadie?

—Bueno, tenía que intentarlo. Eso es todo.

El cónsul se puso en pie y, echando el sillón hacia atrás con ímpetu, asomó parte de su pesado cuerpo sobre la mesa del escritorio que lo separaba del vendedor de aire para, amenazante, exigirle que abandonara su despacho y no le hiciera perder más tiempo o, de lo contrario, mandaría que se lo encarcelase al instante.

Fue durante las horas de la noche, y concretamente en las de la madrugada, cuando la propuesta del misterioso personaje se apoderó de los pensamientos del prohombre como una semilla que, plantada en terreno abonado, empieza a germinar. La mañana siguiente, nada más personarse en la oficina de gobierno, el Gran Cónsul dio instrucciones a su secretaria para que no le pasara ninguna entrevista y cancelara todas las reuniones. Había algo importante que debía debatir con el ministro de industria.

—Tome nota, decurión —le dijo, mientras saboreaba el desayuno que se hizo traer al despacho—, quiero ponerle un impuesto al aire. A partir del próximo mes, los habitantes de Mestovia pagarán una tasa…

—Pero, señor —lo interrumpió—, ¿ha dicho el aire?

—Sí, ha oído bien. Un impuesto por respirar mi aire.

El cónsul, viendo el ceño fruncido de su funcionario decidió hacer una pausa en su discurso y cruzándose de brazos le preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿No le parece bien?

—Señor, usted manda, pero… el aire es imprescindible para la vida.

—¡Qué obviedad, decurión! Y el agua también y, sin embargo, nadie se plantea no pagar por ella, ¿no es cierto?

—Pero, el aire es de todos.

—Igual que el agua, ¿no?

—Pero…

—Insisto —lo interrumpió—, si se puede cobrar por suministrar agua en las casas, y aún más por servirla embotellada para beber, ¿por qué no voy a poder cobrar por el aire que se respira en mi condado?

—Se me ocurre un motivo, señor.

—Le escucho.

—Usted mismo lo ha dicho: el agua se suministra a través de canalizaciones y conductos a las casas o se embotella para ser bebida. Pero el aire está a nuestra disposición de manera natural y no necesitamos de un intermediario para respirarla.

—Eso es un pormenor conceptual, estimado decurión. Un mero concepto. Pero tiene usted que verlo como lo veo yo.

—¿Y cómo es?

—Verá, en mi condado me encargo de pagar buenos sueldos a los jardineros y guardabosques para que haya vegetación en abundancia, para que los árboles y las plantas estén sanas, y para que los insectos campen a sus anchas, pero sin infestar las cosechas ni molestar a los seres humanos. ¿No es cierto? Además, mantengo limpias todas las aguas, pantanos, lagos y ríos, de manera que los mamíferos que cierran el ciclo de la vida gocen de plena salud. Por último, con mis leyes he logrado que no se contamine ni el aire ni el agua, que no existan residuos tóxicos en ninguna parte y que las condiciones sanitarias de nuestras áreas rurales y urbanas sean saludables e higiénicas. Esto no es lo que ocurre en los condados cercanos ni lejanos, y todo el mundo lo sabe. Se puede concluir, por tanto, que el aire que se respira aquí es de los más puros y limpios del planeta, y eso es solo gracias a mi gestión como cónsul, dueño y señor de las tierras. Por tanto, ¿qué hay de raro en que quiera cobrar un impuesto sobre el aire que respiran sus habitantes?

El decurión no salía de su asombro ya que, por un momento, el planteamiento de su superior le pareció tener perfecto sentido.

—Pero es un derecho, señor —insistió, al reflexionar brevemente sobre ello—. Los ciudadanos tienen derecho a respirar porque tienen derecho a vivir.

—Del mismo modo que tienen derecho a beber y a lavarse y limpiar sus necesidades.

—Como usted ordene —respondió el ministro, dando por perdido el debate.

—Bien. A partir del próximo mes, este gobierno cobrará una tasa sobre el aire. Lancemos ya un bando informando a los medios de comunicación, y asegúrese de que mis legisladores tengan la ley lista para firmarla en una semana.

—¿Cuál será la tasa?

—Establezcamos un precio de 0,001 sólidos por litro de aire por persona; teniendo en cuenta que cada persona adulta respira unos ocho mil litros diarios, el tributo será de 240 sólidos al mes por adulto.

—¡Pero, señor! Eso es muy caro. Habrá personas que no se lo puedan permitir.

—El aire puro es un bien excepcional y muy preciado. No dudo de que pronto incluso empiece a ser escaso.

—¿Qué haremos con los que no puedan pagarlo?

—Decurión, podrán. Descuide. Cuando me escuchen en los medios, comprenderán la importancia de esta medida y preferirán dejar de gastarse el dinero en otras cosas antes que dejar de respirar.

—¿Y los menores de edad?

—Seamos benevolentes, decurión —dijo el Gran Cónsul, lleno de autosuficiencia—. Ellos estarán exentos.

—¿A quiénes se aplicará?

—Será una tasa universal y no discriminará por situación socioeconómica ni función profesional ni procedencia social. Todos la pagaremos.

—¿Cómo dice? —preguntó preocupado el decurión, previendo el revuelo que generaría en la población una medida así.

—Sí, señor ministro —respondió el presidente, malinterpretando la preocupación de su brazo derecho—. Usted también.

—Me reuniré con el equipo legislativo en seguida —dijo el ministro, lleno de preocupación.

En el momento en el que el decurión estuvo a punto de salir del despacho, y ya con la puerta abierta, el Gran Cónsul le dijo:

—Qué haya pena de cárcel.

—¿Señor?

—Para los que no paguen el impuesto sobre el aire.

El ministro bajó la mirada con el semblante oscuro respondió:

—Entendido.

Los meses pasaron y, contrariamente a lo que el equipo de gobierno había imaginado y temido, la población pagó la tasa sin demasiadas protestas. Las arcas del estado se llenaron aún más. Pero un día, se presentó en la capital de Mestovia el extraño personaje vestido de blanco y con los ojos tan azules como el mar del ártico. Llevaba un pesado maletín de metal y herméticamente cerrado que solo podía abrir él por medio de una combinación numérica y sus huellas dactilares. Dirigiéndose a los hogares más humildes, iba de puerta en puerta ofreciendo su producto estrella.

—Con mis bombonas de oxígeno, usted y su familia podrá respirar aire puro del ártico con los niveles más alto de gases saludables a un precio de 100 sólidos al mes. Al respirar este aire y no el del estado, ya no se verán sujetos a pagar el tributo, por lo que se estarán ahorrando más de la mitad del dinero cada mes.

Pronto se empezaron a ver personas con bombonas de oxígeno del ártico por toda la ciudad, y en cuestión de meses, el fenómeno se había extendido a la gran mayoría de la población, saltando incluso a las demás zonas urbanas y también a las áreas rurales. Los recaudadores de impuestos tenían que rendirse ante la evidencia de que la población, al no estar respirando el aire del estado, ya no se veía sujeta al pago de las tasas. Ante esta evidencia, el Gran Cónsul decidió eliminar el gravamen sobre el aire, con lo que las bombonas de oxígeno del ártico también dejaron de venderse. Sin embargo, el extraño personaje de blanco había ganado ya una fortuna y creado un emporio multimillonario. Para cuando el Gran Cónsul quiso volver a reunirse con él para entrevistarlo, el personaje de los ojos azules como el mar del ártico había emigrado con su fortuna a un estado muy lejano.

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