Gobierno e Ilustración
La visión que hoy se tiene del mundo es la de un todo organizado y en perfecto equilibrio en el que nosotros, los seres humanos, entramos cual elefante en una cacharrería; rompemos ese equilibrio natural y destrozamos la armonía de la naturaleza. Sin embargo, siendo joven aprendí a verlo todo de forma un tanto distinta. En primer lugar, al estudiar taoísmo, comprendí que el movimiento es constante, que el cambio es incesante y que todo, absolutamente todo lo que hay en el mundo, todo lo que hay en el universo, está en continuo cambio. El botón de pausa no se ha pulsado ni una sola décima de segundo y ha sido así desde el principio. Esto me dio una perspectiva del mundo y de lo que significa equilibrio completamente diferente.
Cuando me preguntan de qué bando político soy, rara vez me creen cuando les digo que no me alineo con ninguno. Pero es cierto y el motivo es muy sencillo. Un político, sea del bando que sea, tiene un ideal al que serle fiel, del mismo modo que un forofo apoyará a su equipo pase lo que pase, sin plantearse jamás la posibilidad de que, tal vez, su equipo sea desastroso. Y ese es el motivo por el que nunca podré pertenecer a ningún bando o ideología política. Debido a mi firme convencimiento de que todo está en constante cambio, y conociendo la historia lo suficientemente como para poder corroborar este hecho, me resulta absurdo e incoherente defender una postura, la misma postura, independientemente de los tiempos que corran, en lo que se haya convertido la sociedad o en el grado de conocimiento y creencias que imperen.

Siendo joven e inexperto intuí que las ideologías y las teorías políticas adolecían de algo fundamental, la capacidad de ser flexibles, dúctiles y cambiantes.
Uno de los principios fundamentales del taoísmo es el de ser como el agua, una metáfora que nos enseña la importancia de desarrollar la destrezas necesarias para adaptarnos constantemente a todo entorno, circunstancia o situación. En mi opinión, la única ideología válida sería aquella que fuese como el agua, capaz de cambiar sus planteamientos, incluso de raíz, si se descubriese que eso es lo mejor para la sociedad.
Y es que el objetivo de la política ha de ser el de conseguir el bienestar de la sociedad, no el de poner en práctica unos ideales políticos.
Siempre me ha sorprendido ver como los gobiernos electos son incapaces de reconocerle ningún mérito, incluso cuando éste sea evidentísimo, al gobierno anterior. Volvemos al fútbol: es muy raro que el forofo del Barça sea capaz de reconocerle el mérito en la victoria al Real Madrid y viceversa. Es por eso por lo que nunca me ha gustado el fútbol. ¿Cómo podría apoyar siempre al mismo equipo, incluso cuando haga las cosas mal? ¿Cómo podría defraudar mi intelecto no reconociéndole méritos al equipo contrario incluso cuando veo que los hay? No va conmigo, no va con el espíritu de la naturaleza cambiante.
Ahora, que soy un adulto formado, tengo los datos que confirman que mi intuición juvenil no estaba equivocada. Mercier y Sperber culminaron en 2011 una larga tradición de experimentos sociales iniciados en 1954 por Cantril y Hastorf, que vienen a demostrar que las personas con ideologías políticas son equiparables a los forofos deportivos; son incapaces de ser objetivos, tienen el entendimiento completamente sesgado y sus razonamientos son circulares de manera que sea cual sea el dato o la evidencia que se les ofrezca para que lo analicen, siempre llegarán a conclusiones favorables a su postura o, cuando eso no es posible, encontrarán la forma de llegar a conclusiones en contra de la oposición.
Lo segundo que aprendí siendo joven que me ayudó a tener una visión diferente del mundo fue la segunda ley de la termodinámica, el del concepto de la entropía, que viene a significar que todo, absolutamente todo lo que hay en el mundo, todo lo que hay en el universo, tiende a la destrucción de manera constante y sin descanso. Esto le da una perspectiva completamente diferente a lo que nos rodea, pasando de un mundo en equilibrio perfecto a un mundo en tensión constante.
Por poner unos ejemplos sencillos, mantenemos los músculos de la espalda fuertes para no ser vencidos por la gravedad y poder permanecer rectos; construimos con materiales robustos para que el viento y la erosión no despedacen nuestros edificios; usamos detergentes para que las bacterias no nos enfermen y hacemos calor para que las temperaturas no nos maten. En definitiva, la vida está permanentemente en lucha contra todas las fuerzas del universo que tienden a convertirlo todo en cualquier cosa menos en lo que nosotros llamamos orden. Es la eterna lucha del caos contra el orden. La diferencia es que el caos tiene todas las de ganar porque el orden necesita de muchísima energía constantemente para soportar las fuerzas de la destrucción y la aniquilación.
Una explicación muy gráfica de esto es la del jarrón que se cae y se rompe. Nunca veremos como las piezas rotas, por acción del viento, de la erosión o de las mareas, se juntan de nuevo para formar el jarrón. El jarrón estará, desde el momento mismo en que lo fabriquemos, en constante tensión contra los elementos que tenderán a hacerlo pedazos. Podría decirse que el universo prefiere que el jarrón esté hechos añicos. Se podría decir que el Universo lanza todas las fuerzas y las energías que existen para romperlo todo, sin descanso. La vida, la sociedad, la civilización no es otra cosa que un enorme jarrón que lucha constantemente contra todas esas inclemencias del universo.
En conclusión, comprendí que si bien por un lado todo cambia constantemente y, por otro, todo tiende a la destrucción, en medio de este panorama cosmogónico desalentador se encontraba el ser humano, con su increíble ingenio mental.
Así pues, pronto me aficioné a la erudición y me hice fiel seguidor de todos aquellos que usaron la razón para aportar un granito de arena a la lucha contra el caos y al mantenimiento de la humanidad.
De adulto, tras pasar por los estudios de las religiones del mundo y de la historia de las ciencias, comprendí que solo ha habido una vía que ha logrado vencer al caos, que ha aportado granos de arena contra la destrucción, que ha logrado ayudar a vencer un día más las fuerzas de la entropía, y esa vía es la del progreso. El progreso es el producto de tres increíbles fuerzas: la razón, la ciencia y el humanismo. Y estas son las únicas tres fuerzas que han sido capaces de ponerle freno a las fuerzas de la entropía, a las fuerzas del caos.
El hecho de que la realidad es cambio constante me enseñó que cualquier planteamiento dogmático, ya fuese religioso, supersticioso, mágico o filosófico, sería contrario a la realidad y, por tanto, incorrecto. Por eso, el cristianismo y el marxismo, el islam y el fascismo, caen todos en el mismo saco. Si algo le ha fallado siempre a esas filosofías dogmáticas es el no haber sabido matizar, como lo hace la ciencia, por ejemplo añadiendo que toda regla puede cumplirse siempre y cuando las condiciones sean exactamente las mismas a las descritas y que, cambiando una mínima cantidad de esas condiciones, la regla puede verse invalidada de inmediato; además, los dogmas fallan allá donde la razón nos dice que para toda regla siempre habrá una excepción. Amoldarse al cambio, por tanto, ser como el agua, es la única vía que puede conducirnos al progreso.
Y el hecho de que luchamos constantemente contra cien fuerzas destructoras es lo que me enseñó que debemos mantenernos alerta y ser capaces de identificar en cada ocasión cuáles son las fuerzas contra las que luchamos para aprender a neutralizarlas. La razón, la ciencia y el humanismo son, de hecho, lo único que nos ha mantenido siempre a flote como especie en una naturaleza hostil y cambiante.
En 1999 escribí un artículo para el periódico en el que colaboraba; llevó por título Es tiempo de Tao. Veinte años después, en 2019, me topé con el libro de Steven Pinker, En defensa de la Ilustración. Fue la confirmación de que andaba en la senda correcta al fiarme del taoísmo y de la segunda ley de la termodinámica.
«El principio ilustrado de que podemos aplicar la razón y la compasión para fomentar el florecimiento humano puede parecer obvio, tópico y anticuado, pero no lo es. Más que nunca, los ideales de la ciencia, la razón, el humanismo y el progreso necesitan una defensa incondicional» nos dice Steven Pinker.
Y es cierto que damos por sentado todo lo bueno que nos rodea sin darnos cuenta de que es el producto de un esfuerzo colectivo. Nuestros hijos vivirán más de ochenta años; los alimentos rebosan sobre los mostradores de nuestros mercados al alcance de nuestras manos; el agua limpia sale de los grifos de todos nuestros hogares; los residuos desaparecen manteniendo nuestras ciudades limpias; nos deshacemos de una infección dolorosa simplemente tomando una pastilla; nuestros hijos no son enviados a la guerra y nuestras hijas pueden caminar por las calles con seguridad; podemos criticar a los poderosos sin que nos encarcelen o nos fusilen; tenemos todos los conocimientos y la cultura mundiales accesibles en el bolsillo de una camisa. Sin embargo, la mayoría de las personas dedican mucha más energía a la condena, a la crítica poco constructiva y al castigo antes que a la palmadita en el hombro y a la enhorabuena. Nuestra calidad de vida se debe a logros humanos, no son derechos de nacimiento otorgados por un Dios todopoderoso.
Hay millones de personas que actualmente son menos afortunadas y no han podido beneficiarse de los logros del progreso, del bienestar otorgado por la razón, la ciencia y el humanismo, y padecen la guerra, la escasez, la enfermedad, la ignorancia y la amenaza de la muerte considerándola algo normal, consustancial de la vida.
Nosotros no somos conscientes de que bastaría una cabeza loca con el carisma suficiente para volver a encontrarnos en las mismas condiciones de antaño y de las regiones menos afortunadas del planeta.
Me asombra comprobar como la mayoría de las personas se dividen indefectiblemente en dos bandos contrarios, opuestos y sin ninguna posibilidad de otorgarle ni el menor reconocimiento al otro. Como dice Steven Pinker,
«Las personas demonizan a aquellos con quienes no están de acuerdo, atribuyendo las diferencias de opinión a la estupidez y la deshonestidad».
Creo que hay dos grupos de personas, los eruditos y el resto. El grupo de los eruditos es el más pequeño de los dos y, sin embargo, es el que ha promovido siempre el progreso de la especie humana. Conforma tan solo el 10% de la población mundial y está compuesto por aquellas personas que no se adhieren a un bando, sino que siguen las directrices de su propio criterio a la luz de la razón, de la ciencia o del humanismo.
El otro grupo, el del 90% restante, está formado por aquellos que creen en los paladines del bienestar como gobiernos de una ideología u otra. Para ellos, los seres humanos son las células prescindibles de un organismo supremo, las partes menos importantes que forman el conjunto que es lo importante.
De estos, los hay que creen que ese conjunto que importa es un supra organismo como la cultura, la nación o la fuerza histórica, y los que consideran que ese organismo supremo es de otra naturaleza, como la divinidad o, más recientemente, el ecosistema. Para ambos tipos de personas, el bien consiste en favorecer a esta colectividad en lugar del bienestar de las personas que la integran y subordinan los intereses humanos a esa entidad superior; creen que los derechos individuales deben trascenderse en favor de la igualdad de los colectivos, ya sean las razas, las clases sociales o los géneros, y consideran que estos colectivos están enfrentados por naturaleza.
Ahora bien, considerándose muy distintos, en realidad ambos subgrupos parten de la misma base conceptual sobre el ser humano, la convicción de que es incapaz, destructor y perjudicial para sí mismo, así como para el entorno; ambos subgrupos creen en mayor o menor medida que la violencia es inherente a la naturaleza humana y que, por tanto, no puede comprenderse un gobierno sin tenerla en cuenta, bien para defenderse del otro, bien para protegerse de sí mismos.
Son tribalistas en lugar de humanistas, autoritarios o partidocráticos en lugar de democráticos. No muestran respeto por el conocimiento objetivo y la razón y se apoyan en grandes frases vacías de las más ilustres ideologías y casi siempre ven a la ciencia como el enemigo de la sociedad, culpable de atentar contra la ética y privar a los humanos de su dignidad. Por último, creen que nuestra civilización, como escribe Pinker, «está avanzando hacia la distopía de la violencia y la injusticia: un mundo feliz orwelliano de terrorismo, drones, fábricas clandestinas donde se explota a los obreros, bandas, tráfico, refugiados, desigualdad ciberbullying, abusos sexuales y delitos de odio».
Y si no es ese el final, continua el mismo autor, «Otra modalidad de decadentismo se atormenta por el problema opuesto: no porque la modernidad haya conseguido que la vida sea demasiado dura y peligrosa, sino al contrario, porque ha hecho que sea demasiado agradable y segura». Estos son los que lanzan anatemas constantes contra la sociedad acusándola de ser materialista, consumista, conformista y borrega. Y si no, entonces condenan a la sociedad por haber perdido la fe, lo que la ha convertido en superficial y falta de valores.
Pero yo no lo creo así. Par empezar, cada vez que oigo las críticas acerca de la falta de fe de las personas modernas por no creer en un dios y no profesar ninguna religión, les repito que el no creer en dios es una forma de creencia como otra cualquiera. Yo creo que no existe dios con la misma fe y la misma fuerza que el que cree en él, y ello no convierte mi vida en carente de sentido, al contrario: creo que el universo esconde millones de misterios por descubrir y en su descubrimiento hallo el sentido de la vida; creo que la sociedad debe progresar rigiéndose por los valores supremos de la razón, la ciencia y el humanismo, por lo que creo en los derechos humanos, en los derechos de los niños, en los derechos de los animales y en los derechos del ecosistema. ¿Qué mayores valores puede haber? ¿Qué mayor esperanza puede haber que la de querer desentrañar la infinitud del cosmos y lo infinitesimal de lo subatómico? ¿Qué mayor belleza y espiritualidad puede haber que la de la fascinación que se halla ante el espectador de la materia oscura o las antipartículas, los agujeros negros, los espacios cuánticos, la prehistoria humana, las notas de una sinfonía, las pinceladas de una obra maestra o las rimas de un poeta? Calificar de insulsa la vida del no creyente, o de falta de valores no es sino una manifestación más de ese sesgo mental que divide a los míos de los tuyos y no permite pensar con claridad.
Es el autor de En defensa de la Ilustración quien me ha brindado con estas palabras la introducción a mis planteamientos: «La segunda década del siglo XXI ha asistido al surgimiento de movimientos políticos que describen sus países como sociedades abocadas a una infernal distopía por facciones malignas a las que solo puede hacer frente un líder fuerte que retrotraiga enérgicamente el país a su pasado con el fin de hacerlo “grande de nuevo”».
En mi artículo Es tiempo de Tao venía a decir lo mismo. La advertencia es la de no cometer los mismos errores del pasado. Volver al concepto de líderes como gobernantes y a apelar al carisma como fuente de sabiduría es el peor error que las sociedades modernas podrían cometer.
Steven Pinker nos recuerda que, en el siglo XX, 56 millones de personas murieron por culpa de este tipo de gobernantes, «víctimas de la colectivización forzosa, la confiscación punitiva y la planificación centralizada totalitaria de los regímenes comunistas». Las peores hambrunas fueron provocadas por la Revolución rusa de 1917 y la guerra civil rusa entre 1918 y 1923, en la Unión Soviética; por el Holodomor (hambruna y terror) de Stalin entre 1932 y 1933, en Ucrania; por el Gran salto Adelante de Mao entre 1958 y 1961, en China; por el Año Cero de Pol Pot entre 1975 y 1979, en Camboya; y por último, por la Ardua Marcha de Kim Jong-il en la década de 1990, en Corea del Norte.
Pero los izquierdistas están absolutamente convencidos de su fe, bien sea la marxista pura o la leninista-estalinista o la ecologista… esta fe se basa en un gran error de base, un falso axioma. Los expertos lo llaman la «falacia de la cantidad fija» o «falacia física». Esta falacia es la que supone que ha existido desde el comienzo de los tiempos una cantidad finita de riqueza y que la humanidad está por tanto sumida en la batalla para repartírsela. Ellos, los izquierdistas, son los que tendrían la clave para el reparto correcto o justo. Pero, como decía, se trata de una falacia, un error de principio, una base incorrecta. Las grandes mentes de la Ilustración ya demostraron a mediados y finales del siglo XVIII que la riqueza se crea. Como escribe Pinker, la riqueza «Se crea sobre todo mediante el conocimiento y la cooperación: las redes de personas organizan la materia en configuraciones improbables, pero útiles, y combinan los frutos de su ingenio y trabajo». En definitiva, la riqueza no es finita, sino infinita.
Por otro lado, los derechistas basan sus postulados sobre otro gran error, también una falacia, un principio equivocado, y en este caso es el de que los mercados crecen y prosperan si se les deja libres en un idílico laissez-faire y que, por tanto, los gobiernos no deben intervenir y es mejor privatizar. La historia ha demostrado ya que los países de mayor bienestar social son aquellos cuyos Gobiernos han invertido en educación, en salud pública, en infraestructuras y en capacitación agrícola y profesional, así como en seguridad social y en programas de reducción de la pobreza.
Pinker escribe que: «La confusión de la desigualdad con la pobreza proviene directamente de la falacia de la cantidad fija, es decir, de la mentalidad según la cual la riqueza es un recurso finito, como el cadáver de un antílope, que ha de repartirse con un sistema de suma cero, de modo que, si alguien acaba teniendo más, otros habrán de tener menos. El punto de partida para entender la desigualdad en el contexto del progreso humano consiste en reconocer que la desigualdad de ingresos no es un componente fundamental del bienestar. No es como la salud, la prosperidad, el conocimiento, la seguridad, la paz y las restantes áreas del progreso […]. Si una persona vive una vida larga, saludable, placentera y estimulante, entonces resulta moralmente irrelevante cuánto dinero ganen sus vecinos, cuán grande sea su casa y cuántos coches conduzcan».
Thomas Pikkety concluyó que en 1910 la mitad de la población mundial poseía tan solo el 5% de la riqueza de la otra mitad, y que en 2010 eso no había cambiado. Lo que no dice, es que la riqueza de 1910 no es comparable a la riqueza de 2010, y Pinker analiza en detalle y de manera pormenorizada en lo que consiste esa pobreza hoy en día, pero aquí podemos resumirlo diciendo que las personas pobres de los países desarrollados de hoy en día viven mejor que el 80% de la población de cualquier época del pasado. Hoy en día, en los países desarrollados y en la mayoría de los en vía de desarrollo, todo el mundo tiene acceso a comida y a un techo; antes no era así. Solo hay que leer literatura e historia para confirmarlo.
En palabras de Steven Pinker, «En algunos sentidos el mundo es ahora menos igualitario, pero en más sentidos los habitantes del planeta viven hoy en mejores condiciones que ayer».
Desde hace más de 50 años, la producción de bienes de consumo se ha disparado y los precios reales han caído en picado. En Estados Unidos en 1901, con el salario de una hora se podían comprar solo 3 litros de leche; en 2001, con el mismo salario se podían comprar 15 litros; antes, medio kilo de mantequilla, hoy dos kilos y cuarto; una docena de huevos antes, doce docenas de huevos hoy; y hemos pasado de poder comprarnos novecientos gramos a dos kilos y cuarto de chuletas de cerdo, y de cuatro kilos de harina a veintidós. Los avances científicos han permitido esto. Borulag desarrolló técnicas de irrigación, fertilización y gestión de los cultivos con los que convirtió México y luego la India, Pakistán y otros países propensos a la hambruna en exportadores de cereales en pocos años.
Pero debemos tener cuidado. Vencer al hambre no depende solo de la gestión de la agricultura. Las hambrunas pueden ser el resultado de la escasez de los alimentos, pero también pueden deberse a que sus precios sean tan caros que la gente no se los pueda permitir, o a que los ejércitos no permitan el acceso a ellos.
¿Por qué hay tantos y tantos pesimistas en el mundo? ¿Por qué hay tantas personas que, aún sin saberlo conscientemente, son auténticos misántropos? Gran parte de la culpa la tienen los medios de comunicación. Las noticias son solo las cosas malas, no las cosas buenas. El antiguo dicho británico lo avala: No news -good news. El problema de la desilusión y el desencanto que tienen la mayoría de las personas con el ser humano se debe a la falta de conocimiento del pasado como para compararlo con la realidad actual. La realidad actual es que ya no es legal la esclavitud, que si lo era hasta hace 150 años y lo ha sido durante toda la existencia de la humanidad; la realidad actual es que ya no es legal torturar, destripar, descuartizar y ahorcar en público a quienes cometen delitos, ni quemar en público a las personas que piensen diferente; la realidad actual es que todos recibimos educación y formación, en mayor o menor medida, y por tanto, sabemos leer y escribir, cosa que hasta mediados del siglo XX solo podía hacer el 30 o el 35% de la población; la realidad actual es que podemos luchar por conseguir un mundo mejor sin que se nos fusile por ello. Y todo esto es el fruto del ser humano, el mismo ser humano que los pesimistas se empeñan en odiar y despreciar.
Hay que comprender esto: la raza humana es, por fin, distinta. Desde la Ilustración, con la educación generalizada y el conocimiento universal y enciclopédico, hasta ahora con la globalización y la actualización instantánea de los datos, así como con el acceso al Big Data, el ser humano ya no es el mismo; al menos, no lo es en los países democráticos. Somos más sensibles a los problemas ecológicos y queremos proteger el planeta cambiando lo que haga falta para conseguirlo; somos pacifistas y preferimos debatir y asumir nuestras diferencias antes que avalar guerras fratricidas; empatizamos con los desfavorecidos en lugar de aplicar la ley espartana del más válido y somos solidarios; hemos cambiado los conceptos de muerte honorosa y heroica por la patria o la religión por los del bienestar y la estabilidad; y sobre todo, estamos más interesados en nuestros pasatiempos, deportes, artes o aficiones que en declarar guerras o conquistar otras naciones. En definitiva, el ser humano está saliendo del estado de barbarie que lo ha caracterizado hasta ahora, y estamos viendo el nacimiento de un ser humano más humano.
Pero esta evolución cualitativa del ser humano no se corresponde a la de sus gobiernos, al menos, no de momento. Para decirlo de otro modo, aún no han surgido los gobiernos a la altura de este ser humano más humano. En nuestros parlamentos siguen sentándose personas con sesgo político. Y esto es lo que debe cambiar. Es necesario que los gobiernos sean gobiernos ilustrados.
Un gobierno ilustrado es aquel que aplica la razón a la comprensión de nuestro mundo y sus problemas y retos, y no el que recurre al dogma, a la revelación, a la autoridad o al carisma. Un gobierno ilustrado es el que aplica el humanismo, que privilegia el bienestar de hombres, mujeres y niños individuales por encima de la gloria de la tribu, la raza, la nación o la religión. El pensamiento de los humanistas nos ha enseñado a condenar la violencia, venga de donde venga. Un gobierno ilustrado es aquel que gobierna a través de las instituciones que aplican la razón con el fin de la mejora del individuo y no de la sociedad, ni de la nación, cultura o raza, y menos de una religión. Las personas no deben ser obligadas a luchar por ningún bien supremo, ni para beneficio de un líder, ni para un bandera o tamaño geográfico. En este sentido, la guerra carece absolutamente de sentido en el momento en el que los gobiernos fomentan la felicidad y el bienestar de los individuos por encima de los de cualquier ideal, coordinando sus comportamientos y disuadiendo de los actos egoístas y perjudiciales.
Empecé este discurso hablando de las intuiciones de un joven estudioso del taoísmo y curioso de la física cuántica. Lo termino hablando con las convicciones de un adulto formado en las ciencias sociales. Empecé haciendo referencia a un artículo que escribí en 1999; lo termino citando partes de la obra En defensa de la Ilustración. Mi intención ha sido mostrar cuál es el aire nuevo que necesitan respirar las políticas actuales. Un aire que impulsa los vientos del progreso, guiado siempre y exclusivamente por la razón, la ciencia y el humanismo. Es imprescindible proteger, honrar y respetar el pasado de los pueblos, pero es primordial avanzar hacia el futuro, identificando las causas de nuestros tropiezos para no repetirlos, y centrándonos en los logros para usarlos de ejemplo.