Lo que la política y el deporte tienen en común

Todos conocemos el nombre de Usain Bolt. ¿Cómo no conocerlo? ¡Es el hombre más rápido del mundo! ¡Y de la historia! Bien, trata de decir dos veces la palabra bip seguidamente, una tras otra... lo que has tardado en decir el segundo bip es la distancia que separa al nombre que todos conocemos del nombre que pocos –salvo los muy interesados en las carreras olímpicas de los 100 metros lisos- conocen: Tyson Gay. Porque, si Usain Bolt recorrió los cien metros lisos en nueve segundos y 58 décimas, Tyson Gray lo hizo en nueve segundos y 69 décimas. La diferencia entre uno y otro es menor que el tiempo que tardarás en decir la palabra correr. Pero es que el tercero, Yohan Blake, también lo hizo en ¡ese mismo tiempo!; y el cuarto, Asafa Powell, cruzó la meta en nueve segundos y 72 décimas; y así hasta el décimo hombre más rápido del mundo, Maurice Greene, quien cruzó la meta en nueve segundos, ¡también!, y 79 décimas. Ahora bien, para no alargar esta lista hasta el infinito de los números decimales, y para encauzar de una vez el discurso que quiero plantear en estas líneas, centrémonos en los últimos Juegos Olímpicos. En Tokio, 2020, el ganador de la medalla de oro en esta competición, los 100 metros lisos, fue Marcell Jacobs, cruzando la meta en nueve segundos y 80 décimas. Pero es que Fred Kerley, que quedó segundo, la cruzó en nueve segundos y 84 décimas. Es decir, 4 centésimas de segundo más tarde. ¡No te da tiempo ni ha decir la palabra bip! Y el tercero, Andre De Grasse, cruzó la meta solo cinco centésimas más tarde.
Tú, que ahora estás leyendo estas notas, dime si acaso te parece lógico –no apelaré a la justicia– que un ganador olímpico pueda ser considerado el mejor del mundo en ese deporte cuando ha rivalizado con otros competidores que literalmente, le han pisado los talones. Eso sin contar con el hecho de que nunca sabremos si el resultado hubiera sido diferente en caso de que las condiciones y circunstancias de cada corredor hubieran sido diferentes. Tampoco sabremos si las cosas hubieran sido diferentes de haber corrido los mismos corredores un años después o dos años después... Sin embargo, hay una cosa de la que sí podemos estar seguros al cien por cien y esa cosa es que esos corredores fueron increíblemente rápidos en ese día concreto.
Con los demás deportes ocurre, a mi parecer, algo igual de ilógico. Veamos, por ejemplo, por citar el deporte del que todos, quien más y quien menos, podemos conocer los detalles: el fútbol. En el mundial de fútbol del año 1994, la selección brasileña se enfrentaba a la italiana y ganaba la copa del mundo; ¡pero en los penaltis! Lo mismo ocurrió en el año 2006 cuando, en Alemania, Italia se enfrentaba a Francia. Y la pregunta que te lanzo ahora es, si los dos equipos han llegado hasta la final, tras los procesos de eliminación y selección de los mejores y, después de noventa minutos de pelotera y otra media hora de prórroga, en ese enfrentamiento final quedan empatados, ¿no es a todas luces evidente que ambos equipos son igual de válidos, igual de campeones? Y, si enfrentarse en un arbitrario sistema de penaltis es un modo válido para determinar cuál de dos equipos es el mejor del mundo, el que se merece ser considerado el campeón, te pregunto, ¿por qué no haberlo hecho desde un principio, ahorrándose la hora y media y más de partido? No tiene ningún sentido –y si no estás de acuerdo, vayamos a penaltis de dialéctica.
Lo que ocurre es algo que está muy alejado del mundo del fútbol y del deporte en sí y tiene que ver con la necesidad humana: la necesidad de establecer un vencedor –a toda costa– incluso cuando para hacerlo es necesario recurrir a sistemas injustos. Es la necesidad animal que aún perdura en gran parte del ser humano de esgrimir la ley del más fuerte; la espalda plateada ha de ser el jefe porque es el más fuerte para poder engendrar la mejor prole. Y yo, personalmente, no soy capaz, por más que lo intente, de verle sentido –por no decir justicia.
Con la política me ocurre exactamente lo mismo. El hecho de que necesitemos un ganador y que éste sea el que gobierne, cueste lo que cueste, es lo que me parece totalmente antidemocrático y, por ende, injusto e incoherente. Pero me explicaré mejor.
Cuando un partido gana las elecciones es porque una mayoría de votantes lo ha elegido. Ahora bien, cuando se habla de la mayoría en términos electorales, se está hablando, en realidad, de una parte de toda la población de una nación. Una parte, nada más. En la mayoría de los casos, además –salvo extrañísimas excepciones históricas de dudosa honorabilidad–, esa parte es prácticamente igual a la otra –como la distancia que separa al primer corredor del segundo o el tercero: ni un bip de distancia. Lo que me resulta incomprensible es que un gobierno lo forme una partido que haya sido rechazado por la mitad de la población del país. Y se me dirá que no, que la mitad no, imposible. Bueno, pues en honor a las veracidad matemática, la mitad menos un 1%. ¿Es que la mitad de la población menos 1% nos es, al fin y al cabo, muchísima gente que no está de acuerdo con los ideales del partido ganador? Lo incomprensible para mí es que se adopte este sistema, uno según el cual esa otra mitad no importe. O lo que es lo mismo, un sistema para el cual el 1% de más de los vencedores pese más y pueda más que el 49% restante de la población de un país entero.
Pero los seres humanos, en su gran mayoría, siguen siendo/obrando así: necesitan a un ganador: una copa del mundo, una medalla de oro, un mejor artista y un mejor cantante...
En mi modo de entender las cosas, tendría mucho más sentido, sería más bonito – mostraría más desarrollo cívico, incluso– que se condecorase como a los más rápidos por igual a los dos primeros corredores, incluso a los tres primeros si la diferencia es igual de corta. Y si se me rebate con la pregunta de dónde poner, entonces, el límite, creo que sería caer, una vez más, en pura y simple demagogia y que se haría con la maquiavélica intención de manipular a la audiencia. Lo que sí marcará la diferencia son las mayorías amplias; y ganar por varias centésimas de segundos o por penaltis no son mayorías amplias. Ganar con varios metros de distancia o con una diferencia de dos o tres goles al contrincante es merecer el oro y la copa. Por tanto, rara vez se conseguiría un verdadero ganador, en cualquier deporte; del mismo modo que, difícilmente encontraríamos un verdadero ganador de unas elecciones. Pero, me pregunto, por último ¿y cuál es el problema? ¿Por qué le cuesta tanto al ser humano aceptar que, por ejemplo, dos selecciones mundiales de fútbol sean las ganadoras de una misma copa del mundo de un año o que dos corredores o tres suban al podio con la medalla de oro? ¿Por qué no pueden todos los partidos elegidos por un pueblo para gobernarles gobernar juntos? ¿Cómo dices? ¿Por qué los intereses son muy diferentes y nunca se llegaría a un acuerdo? ¡Bobadas! Porque, de ser así, entonces no estarían representado al pueblo. Si los intereses de los partidos son tan diferentes que no les permitiría llegar a un acuerdo entones o están representando realmente a minorías muy pequeñas de la población o están actuando en pro de sus propios intereses partidistas y electoralistas y no por y para el pueblo.
Tomemos, por ejemplo, la política sobre educación de un país. ¿Realmente es creíble que los diferentes partidos no puedan llegar a un acuerdo con respecto a lo que es educar correctamente en las escuelas? En las minucias, por supuesto, puede que sí, que no se llegue a acuerdos; pero, en las líneas generales, en las importantes, ¿realmente alguien sigue creyendo que los diferentes partidos no creen en un mismo sistema educativo? Pues esos que se lo hagan mirar. Hay cosas de Perogrullo, de sentido común y que ya debería empezar a enfadar a la población por insultarle la inteligencia. Pero ¡ah!, es que hay intereses privados que nada tienen que ver con el común, con la política de verdad, con el gobernar y sí todo que ver con las garantías de estabilidad de unas familias y sus intereses. Y si a eso es a lo que jugamos cuando se trata de política, si esas son las reglas del deporte, entonces yo no quiero –ni puedo ni sé– jugar.
Un gran amigo, y una persona a la que considero todo un tutor por sus conocimientos, me dijo hace unos días que, antes o después, me vería obligado a elegir un camino, o el de la izquierda o el de la derecha; que no podría pasarme la vida caminando en la fina frontera que las divide. No sé hasta qué punto pueda ser cierto. Pero sí sé que mientras las diferencias entre una senda y la otra sean más de calado moral que de calado técnico, objetivo y práctico, seguiré jugándomela en la barra de equilibrios. Y es que cuando oigo argumentos que hacen referencia al reparto de las riquezas en un país que aluden a la maldad de unos (los empresarios o los ricos, en el caso de la izquierda) o a la del estado (en el caso de la derecha), se me hacen nudos en las tripas.
Empecemos por los de izquierdas: ¿Cómo puede decirse aún hoy en día con todo lo que sabemos y hemos conocido que la derecha no quiere que las riquezas se repartan entre los más desfavorecidos y los más pobres? ¿Eso, acaso, no es considerar a los de derechas gente sin moralidad, sin escrúpulos y, peor, malevolente? ¿De veras puede alguien sensato y con conocimientos considerar mala gente a toda una mitad –o casi– de la población de un país? ¿Realmente, me pregunto, hay hoy alguien en su sano juicio que puede creer que haya personas interesadas en regresar a tiempos fascistas en los que las libertades de las que disfrutamos hoy en día se verían privadas? ¿Cómo puede ser este el discurso de la izquierda? Otro cantar son las minorías de los extremos –que de todo tiene que haber. Pero esas minorías no pueden ser una amenaza para un país sensato e informado. Lo serán, y graves, si el país permite que una o la otra de las grandes mitades gobierne a solas, sin contar con el resto. Pero ¿cómo pueden aún oírse discursos en contra de los ricos y empresarios como si se tratase de una especie aparte, como trols en un cuento de fantasía, si son ellos los que generan empleo, realizan obras benéficas, aportan sumas cuantiosas para beneficios de organizaciones varias y, por lo demás, gastan miles de millones en los comercios de todo el país? ¿Cómo puede decirse eso de un cuarto de millón de personas que, según la última estadística, son los millonarios de España? Es, por lo pronto, infantil. Estos no deberían ser argumentos para que nadie se haga de izquierdas. Seguir pensando que la derecha es fascismo es tener muy poco conocimiento. Recordemos que fascismo es cometer delitos como la supresión de la libertad de expresión y el derecho a la información (Mussolini lo hizo en 1925); recordemos que fascismo es el asesinato de todo opositor a las propias ideas (Franco lo hizo durante décadas); recordemos que fascismo es conquistar otro país (Mussolini en 1935 con Abisinia, Hitler en 1939 con Polonia); recordemos que fascismo es la privación de los derechos civiles a grupos étnicos específicos aún siendo ciudadanos nacionales (Mussolini y Hitler lo hicieron con los judíos en 1938); recordemos, pues, recordemos que eso es fascismo y que no es un término que se pueda/deba usar a la ligera.
Vamos ahora con los de derechas: ¿Realmente se puede ser sincero con uno mismo y creer que el Estado va a hundir la economía de un país si se le permite destinar los miles de millones que puede poseer en riquezas a fines sociales? ¿De verdad que no resulta evidente la necesidad de unos impuestos y gravámenes equilibrados para el desarrollo de un país? ¿Acaso se vive a espaldas de lo que países como Suecia, Noruega, Finlandia o incluso Suiza están logrando? ¿Cómo puede pensarse, hoy en día, con el conocimiento que tenemos, que la izquierda es una especie de organización de chorizos con el único propósito de enriquecerse a sí mismos arruinando al resto y, sobre todo, a costa de los más ricos? ¿Quién puede, en su sano juicio y con conocimiento de causa, seguir pensando que todos los socialistas quieren empobrecer al país? ¿Eso no es, acaso, llamar imbécil a todos los de izquierdas, menospreciar su inteligencia e infravalorar sus conocimientos? Repito, ¿de veras puede alguien sensato y con conocimientos menospreciar a toda una mitad –o casi– de la población de un país? ¿Cómo puede ser este el discurso de la derecha? Otro cantar son las minorías de los extremos –vuelvo y repito. Pero ¿cómo pueden aún oírse discursos en contra de los que abogan por derechos civiles o ayudas sociales? ¿Cómo puede no estarse a favor de cosas que son de sentido común como la libre circulación de las personas, las ayudas a los más pobres o la distribución y reparto de las abundancias garantizadas por un sistema estatal? ¿Cómo puede decirse que eso va a hundir a un país? Es, por lo pronto, infantil. Estos no deberían ser argumentos para que nadie se haga de derechas. Y, de nuevo, no me estoy refiriendo a las minorías extremas que, repito, son otro cantar: los comunistas, que ni ellos mismos saben bien dónde ubicarse pues, desde que el movimiento es movimiento, son históricas las confrontaciones –incluso sangrientas– que se han dado de manera intestina: comunistas soviéticos frente a comunistas europeos; troskistas frente a leninistas; anarquistas frente a comunistas; comunistas frente a sindicalistas; y si no, vea el lector el panorama que tenía Italia en las primeras décadas del siglo XX. ¿Cómo, si no, habría llegado al poder Mussolini, de no haber sido por el desgaste que se autoinfligieron las izquierdas por su falta de unión? Pero, seguir pensando que la izquierda es comunismo es tener muy poco conocimiento. Recordemos que comunismo es cometer delitos como la supresión de la libertad de expresión y el derecho a la información (Mao lo hizo en 1966); recordemos que comunismo es el asesinato de todo opositor a las propias ideas (Stalin lo hizo en 1937); recordemos que comunismo es conquistar otro país (Mao en 1950 con el Tíbet, Lenin en 1921 con Georgia); recordemos que comunismo es la privación de los derechos civiles a grupos étnicos específicos aún siendo ciudadanos nacionales (Stalin y la Noche de los Poetas Asesinados y Mao con la Revolución Cultural); recordemos, pues, recordemos que eso es comunismo y que no es un término que se pueda/deba usar a la ligera.
Ahora bien, yo no comulgo con la idea –que tanto vuelve a difundirse en los últimos meses– de que un pueblo tiene el gobierno que se merece o que el pueblo que elige a un gobierno corrupto es cómplice de esa corrupción. No lo creo. No lo creo en absoluto. Y no lo creo por el mismo motivo que no creo en los argumentos de los de un bando contra los del opuesto y viceversa. Las personas, –cuando se lo llama pueblo parece olvidarse de que son personas como tú y como yo– no son malas, ni quieren el mal para los demás. Habrá excepciones, por supuesto que sí. Pero no como para considerar a un pueblo cómplice de ninguna maldad ni de ninguna corrupción. La gente es sensible a los vientos y busca la comodidad y la calma; no se planteará grandes cosas mientras vea que pertenece a un clan que le brinda –a su entender– esa comodidad y esa calma. Ahora bien, si los que quieren acceder al poder engañan con sus artimañas demagógicas e ideológicas a las personas haciéndoles creer que obtendrán esa comodidad y esa calma, entonces el pueblo solo será culpable de ser ingenuo, nada más. Y un pueblo, se sabe, es y será siempre ingenuo. Pero eso, insisto, no lo convierte en cómplice de nada. ¿Acaso podemos recriminarles a las centenares de millares de personas que no tienen en sus vidas a penas tiempo para leer que no conozcan la filosofía y las ciencias políticas como para poder discernir si se les está engañando o no? ¡No! Para eso están, o deberían estar para eso, los políticos; para ahorrarnos ese tiempo, ese esfuerzo o esa capacidad de conocer cosas que no nos están al alcance a todos. Para eso, el pueblo, la gente, las personas, confiamos en ellos. Es por eso que deberían ser cualidades sine qua non de todos los políticos la honestidad y la honorabilidad. Ahora bien, viendo las personas que esas dos cualidades brillan por su ausencia entre los políticos, se están dejando –como ingenuos que son– polarizar aún más y, esta polarización solo conduce a uno de los dos extremos, nunca a un centro. Y esto me lleva a mi siguiente y ultima reflexión sobre la política y la sociedad actual.
La delirante necesidad de pertenecer a un clan ciega a las personas hasta tal punto que si llevo una camiseta marrón y unos pantalones amarillos, al que le ofenda el color marrón me criticará diciendo que visto de ese color y quien se sienta ofendido por el color de mis pantalones me criticará por vestir de amarillo. Pocos son los que recuerdan que, por un lado, el hábito no hace al monje y, por otro, que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Pero aún son menos los que atienden a la norma simple y básica de vestir según la ocasión lo requiera. Cambiarse de chaqueta no es necesariamente un síntoma de falta de principios; en mi caso, por ejemplo, es la manifestación misma del principio: es la representación de la adaptabilidad. Ser como el agua –o intentarlo al menos– es un principio fundamental del taoísmo y va mucho más allá del simple elemento líquido. En mi opinión, es sentido común –olvidado ya hace tiempo.